Descripción del producto
Con verdadero tono profético el autor hace un llamado general a recuperar la dimensión espiritual del ministerio cristiano, que, debido a confusiones de términos y roles, peligra por una malentendida profesionalidad. Improvisación, superficialidad y descuido caracterizan muchas actividades de la iglesia, ya sea a la hora de hacer un programa de radio o de organizar una campaña de testimonio, o de presentar un programa de acción ante las autoridades civiles, cuando lo que se necesita es profesionalidad, esmero y dominio de la materia.
En estos campos de actividad comunitaria sí que es preciso, imprescindible, ser profesionales, manejar adecuadamente los asuntos pertinentes. El error es extrapolar virtudes necesarias para actividades de corte social, político o administrativo, y aplicarlas al ministerio cristiano, la predicación del Evangelio y el cuidado pastoral. Aquí, el profesionalismo lejos de remediar males, crea problemas, antes que dar vida, mata.
El ministro cristiano no es un ejecutivo, ni un administrador de empresas religiosas, para eso hay ancianos, secretario y consejo de iglesia, es, ante todo, un siervo de Dios para la extensión del Evangelio y la edificación de los creyentes. La obra de Dios es muy diferente de la obra de los hombres. Es una obra de persona a personas, inspirada y guiada por la persona sublime de Jesucristo. Está más allá de lo profesional, porque, paradójicamente, tiene que ser más que profesional. Exige una dedicación completa en pensamiento, palabra y obra.
Para esto no hay técnica que sea suficiente, excepto la comunión y el trato íntimos con Dios y los hombres. “Los objetivos de nuestro ministerio son eternos y espirituales. No son comunes a ninguna otra profesión.